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Uno de los aspectos fundamentales que debe definir correctamente quien desea emprender un negocio es el que atañe al target o público objetivo, es decir a los clientes a los que va orientado el producto o servicio que se oferta. Sólo analizando bien el mercado y los contratantes potenciales que habitan en él será posible valorar la viabilidad
de la empresa y su capacidad de desarrollo posterior. En suma: su éxito. Lo dicho anteriormente es obvio para cualquier persona vinculada de un modo u otro al sector privado, pero no lo es tanto si esas lógicas o premisas las trasladamos al sector público, y qué decir si la referencia a ese sector público lo es a la Administración de Justicia, cuya vertebración, funciones y potestad de ejercicio nada tienen que ver con las relaciones de la oferta y la demanda, con los rangos de precio o con las estadísticas de compra y venta.
Los Juzgados y Tribunales, los jueces y los letrados de la administración de justicia, ostentan un papel esencial en nuestra sociedad, en nuestro Estado de Derecho, aplicando la legalidad en los distintos ámbitos y velando por el cumplimiento y respeto a las garantías de todos los ciudadanos. Sin embargo, la potestad jurisdiccional que nuestra Constitución proclama en su artículo 117.3 nada tienen que ver con la perspectiva privada de negocio, con la estrategia de prospección de mercado o con el favorecimiento de la adquisición privada con las mayores cautelas. Un juez juzga, no dirige un establecimiento; y en términos parecidos nos podríamos referir a los letrados de la administración de justicia, actualmente responsables de la dirección y tramitación de los procesos ejecutivos.
Pese a lo anterior, el ordenamiento español, y de forma específica la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, sigue configurando de forma preferente la subasta judicial como la principal herramienta al servicio la liquidación de bienes y de la satisfacción de los derechos de crédito. Esa es la realidad y sus efectos son conocidos: miles de subastas celebradas sin concurrencia de postores que, tras la aplicación del artículo 671 LEC, concluyen en adquisiciones por precios irrisorios en favor del acreedor ejecutante. Es decir, los resultados del modelo atestiguan su fracaso: la subasta judicial no consigue obtener rendimientos económicos que beneficien a las partes y tampoco logra propiciar una circulación correcta de la propiedad que, casi siempre, queda encerrada en el binomio «acreedor-deudor» pasando del segundo al primero con una rebaja muy notable del valor del bien. El perjuicio es triple: para el órgano judicial, que malgasta tiempo y recursos; para las partes, que no alcanzan sus expectativas procesales; y para el mercado, que no accede en condiciones óptimas al bien cuya realización se pretende.

Uno de los aspectos fundamentales que debe definir correctamente quien desea emprender un negocio es el que atañe al target o público objetivo, es decir a los clientes a los que va orientado el producto o servicio que se oferta. Sólo analizando bien el mercado y los contratantes potenciales que habitan en él será posible valorar la viabilidad

de la empresa y su capacidad de desarrollo posterior. En suma: su éxito. Lo dicho anteriormente es obvio para cualquier persona vinculada de un modo u otro al sector privado, pero no lo es tanto si esas lógicas o premisas las trasladamos al sector público, y qué decir si la referencia a ese sector público lo es a la Administración de Justicia, cuya vertebración, funciones y potestad de ejercicio nada tienen que ver con las relaciones de la oferta y la demanda, con los rangos de precio o con las estadísticas de compra y venta.

Los Juzgados y Tribunales, los jueces y los letrados de la administración de justicia, ostentan un papel esencial en nuestra sociedad, en nuestro Estado de Derecho, aplicando la legalidad en los distintos ámbitos y velando por el cumplimiento y respeto a las garantías de todos los ciudadanos. Sin embargo, la potestad jurisdiccional que nuestra Constitución proclama en su artículo 117.3 nada tienen que ver con la perspectiva privada de negocio, con la estrategia de prospección de mercado o con el favorecimiento de la adquisición privada con las mayores cautelas. Un juez juzga, no dirige un establecimiento; y en términos parecidos nos podríamos referir a los letrados de la administración de justicia, actualmente responsables de la dirección y tramitación de los procesos ejecutivos.

Pese a lo anterior, el ordenamiento español, y de forma específica la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, sigue configurando de forma preferente la subasta judicial como la principal herramienta al servicio la liquidación de bienes y de la satisfacción de los derechos de crédito. Esa es la realidad y sus efectos son conocidos: miles de subastas celebradas sin concurrencia de postores que, tras la aplicación del artículo 671 LEC, concluyen en adquisiciones por precios irrisorios en favor del acreedor ejecutante. Es decir, los resultados del modelo atestiguan su fracaso: la subasta judicial no consigue obtener rendimientos económicos que beneficien a las partes y tampoco logra propiciar una circulación correcta de la propiedad que, casi siempre, queda encerrada en el binomio «acreedor-deudor» pasando del segundo al primero con una rebaja muy notable del valor del bien. El perjuicio es triple: para el órgano judicial, que malgasta tiempo y recursos; para las partes, que no alcanzan sus expectativas procesales; y para el mercado, que no accede en condiciones óptimas al bien cuya realización se pretende.

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